[Capítulo II: Bienestar y distribución del Ingreso] Por el bienestar de la población argentina. Natalio Botana
LA NACION LINE Natalio Botana
El buen gobierno republicano depende de la calidad de la vida en sociedad. Una sociedad trastornada, herida en sus valores básicos, no puede generar un gobierno digno y un régimen justo. Una política envuelta en la madeja de la insuficiencia institucional y el clientelismo tampoco está en condiciones de superar esos obstáculos. Estos dos polos enmarcan una paradoja sugestiva. Como apunta Luis Alberto Romero en su excelente ensayo La crisis argentina , la democracia política ha sobrevivido en un país prisionero de la decadencia social y económica, muy diferente de la nación que tuvimos hace cuarenta años, tan vital y ascendente entonces como inepta para instaurar entre los ciudadanos la legitimidad del gobierno de la ley.
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Con esto queda dicho que, merced a una remisión a un pasado aún más lejano, hoy enfrentamos un reto análogo al que se les planteó, hace ciento cincuenta años, a los constituyentes de Santa Fe: cambiar la sociedad, modificar las raíces de la desigualdad a través de la acción política. ¿Hay reservas de virtud y capacidad en nuestros estamentos dirigentes para encarar semejante esfuerzo? Esta es la pregunta central que debería acaparar la atención, sobre todo cuando cunden estados de ánimo proclives al entusiasmo y el deseo de tapar con imaginerías de ocasión lo que realmente ocurre.
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Megalópolis siglo XXI
La cuestión urge porque, como señalan estudios recientes en materia de población, la Argentina tiene serias dificultades en el cuadrante que detecta los signos de envejecimiento demográfico (cada vez hay más ancianos y menos población activa) y en el sector donde se ubica una población adolescente inmersa en la ignorancia y el desempleo (según declaraciones de Susana Torrado, de los 3.188.304 habitantes que van desde los 15 a los 19 años, entre el 30 y el 40% no estudia ni trabaja). Más allá de los problemas inherentes a la endémica corrupción policial, una parte del panorama de la delincuencia está delimitada por esas cifras: la exclusión social alienta el delito; la corrupción lo reproduce, aumentando así el sentimiento generalizado de inseguridad.
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Si echamos una mirada sobre América latina, estos resultados no representan ninguna excepción. En la región han crecido velozmente unas megalópolis que albergan, entre decenas de millones de seres humanos, un brutal contraste de riqueza y de miseria. Las megalópolis darán su sello al siglo XXI. Esta será la primera centuria en el desenvolvimiento de la humanidad en la cual más de la mitad de la población del planeta será de origen urbano. En estos grandes conglomerados, algo así como un tercio de sus habitantes vive actualmente en villas miseria, un retrato ampliado, por su desproporcionado tamaño, de aquello que Tocqueville y Engels observaron en las ciudades europeas de mediados del ochocientos.
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Que quede en claro, pues, que no somos ninguna excepción en relación con nuestro contorno regional. Sin embargo, la sensación de fracaso, que a menudo sufrimos, proviene del hecho de que, en alguna etapa de su historia, la Argentina parecía dispuesta a romper con esa fatalidad de atraso y desigualdad. Luego de haber dilapidado tantas oportunidades, tenemos la impresión, a cada vuelta de esquina salpicada de mendigos, de pertenecer a una sociedad que ha abandonado el proyecto de la movilidad social. El propósito que inspiró el Preámbulo de la Constitución Nacional consistía en cambiar la población para ascender; la realidad que hoy nos hostiga parecería reducirse a conservar esta estructura social para congelar el ascenso. Hay como una lápida que se interpone entre aquellos que todavía pueden llegar a mejorar su vida y el mayor número que, irremediablemente, no podrá sumarse a esa promesa.
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Fácil sería decir, para quienes guardan nostalgias autoritarias, que éste es el legado de la democracia. En rigor, este cuadro de la cuestión social, herencia de muchas cosas, es el desafío mayor de la república democrática. No entenderlo así nos podría llevar a un inmovilismo agravado por la tentación del paternalismo estatal. El inmovilismo es producto de la incapacidad de la política para definir el largo plazo (lo que la Argentina supo hacer en ciertas circunstancias); el paternalismo deriva del concepto erróneo que apuesta exclusivamente a favor de una asistencia social desvinculada de la creación de fuentes genuinas de trabajo. Estos intercambios sociales pueden ser útiles para tener bien atadas las redes del clientelismo político, pero poco ayudan para que la Argentina pueda recrear una civilización del trabajo sustentada, como quería Sarmiento, en la educación masiva.
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Crecer y ser iguales
Por eso, la batalla por el crecimiento económico es tan necesaria como el combate contra las desigualdades. Así nos fue por haber pretendido separar estas dos estrategias. Crecimiento supone inversión y estado de derecho para dar seguridad jurídica a todos por igual. La argentina no puede darse el lujo de superponer, sobre la feroz disolución de los contratos que se precipitó hará pronto dos años, un régimen huraño frente al inversor nacional y extranjero. Si el Estado debe ser autónomo frente a los intereses corporativos, el gobierno no debe ser dependiente de una visión estrecha que, al cabo, impida el desarrollo de nuevos emprendimientos.
Rechazo y confianza
El esfuerzo por doblegar las desigualdades (o, por lo menos, para contener su propagación) no puede desde luego hacer caso omiso de la acción asistencial, pero al reconocer los gobernantes esa exigencia, se sitúan en una encrucijada donde habrán de probarse dos cosas: si el Estado -nacional, provincial y municipal- es capaz de desembarazarse de los intereses partidistas y cobrar autonomía frente a la ciudadanía; si el poder legislativo es también capaz de delinear una ciudadanía fiscal donde la carga del impuesto sea equitativa y proporcional. Este es el rumbo recto y no hay mayor inventiva en su formulación: ampliar la base de quienes pagan impuestos; instituir la confianza derivada del equilibrio fiscal; reformular las líneas maestras del federalismo fiscal; convertir, en fin, lo recaudado en bienes públicos tangibles y no en dádivas invisibles y en aumento irresponsable del gasto.
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Como podrá advertirse, las reflexiones en torno al estado de la población nos conducen, inevitablemente, a interrogarnos acerca del estado de la cosa pública. En este sentido, la población es, con sus voces y silencios, el testigo más hiriente del fracaso de la acción política o el que mejor acompaña una buena gestión. En una democracia que quiere unir su destino con la idea republicana del bien público, esta combinación de actitudes de rechazo y confianza es todavía más visible. Conviene no demorar mucho entonces en elegir y decidir porque, como dijo Jean Monnet, "Nuestra única opción está entre los cambios a los que nos veremos arrastrados y los que habremos sabido llevar a buen término por nuestra propia voluntad".
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Posted by Alberdi & Urquiza to Capítulo II: Bienestar y distribución del Ingreso at 10/16/2003 12:52:00 PM
El buen gobierno republicano depende de la calidad de la vida en sociedad. Una sociedad trastornada, herida en sus valores básicos, no puede generar un gobierno digno y un régimen justo. Una política envuelta en la madeja de la insuficiencia institucional y el clientelismo tampoco está en condiciones de superar esos obstáculos. Estos dos polos enmarcan una paradoja sugestiva. Como apunta Luis Alberto Romero en su excelente ensayo La crisis argentina , la democracia política ha sobrevivido en un país prisionero de la decadencia social y económica, muy diferente de la nación que tuvimos hace cuarenta años, tan vital y ascendente entonces como inepta para instaurar entre los ciudadanos la legitimidad del gobierno de la ley.
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Con esto queda dicho que, merced a una remisión a un pasado aún más lejano, hoy enfrentamos un reto análogo al que se les planteó, hace ciento cincuenta años, a los constituyentes de Santa Fe: cambiar la sociedad, modificar las raíces de la desigualdad a través de la acción política. ¿Hay reservas de virtud y capacidad en nuestros estamentos dirigentes para encarar semejante esfuerzo? Esta es la pregunta central que debería acaparar la atención, sobre todo cuando cunden estados de ánimo proclives al entusiasmo y el deseo de tapar con imaginerías de ocasión lo que realmente ocurre.
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Megalópolis siglo XXI
La cuestión urge porque, como señalan estudios recientes en materia de población, la Argentina tiene serias dificultades en el cuadrante que detecta los signos de envejecimiento demográfico (cada vez hay más ancianos y menos población activa) y en el sector donde se ubica una población adolescente inmersa en la ignorancia y el desempleo (según declaraciones de Susana Torrado, de los 3.188.304 habitantes que van desde los 15 a los 19 años, entre el 30 y el 40% no estudia ni trabaja). Más allá de los problemas inherentes a la endémica corrupción policial, una parte del panorama de la delincuencia está delimitada por esas cifras: la exclusión social alienta el delito; la corrupción lo reproduce, aumentando así el sentimiento generalizado de inseguridad.
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Si echamos una mirada sobre América latina, estos resultados no representan ninguna excepción. En la región han crecido velozmente unas megalópolis que albergan, entre decenas de millones de seres humanos, un brutal contraste de riqueza y de miseria. Las megalópolis darán su sello al siglo XXI. Esta será la primera centuria en el desenvolvimiento de la humanidad en la cual más de la mitad de la población del planeta será de origen urbano. En estos grandes conglomerados, algo así como un tercio de sus habitantes vive actualmente en villas miseria, un retrato ampliado, por su desproporcionado tamaño, de aquello que Tocqueville y Engels observaron en las ciudades europeas de mediados del ochocientos.
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Que quede en claro, pues, que no somos ninguna excepción en relación con nuestro contorno regional. Sin embargo, la sensación de fracaso, que a menudo sufrimos, proviene del hecho de que, en alguna etapa de su historia, la Argentina parecía dispuesta a romper con esa fatalidad de atraso y desigualdad. Luego de haber dilapidado tantas oportunidades, tenemos la impresión, a cada vuelta de esquina salpicada de mendigos, de pertenecer a una sociedad que ha abandonado el proyecto de la movilidad social. El propósito que inspiró el Preámbulo de la Constitución Nacional consistía en cambiar la población para ascender; la realidad que hoy nos hostiga parecería reducirse a conservar esta estructura social para congelar el ascenso. Hay como una lápida que se interpone entre aquellos que todavía pueden llegar a mejorar su vida y el mayor número que, irremediablemente, no podrá sumarse a esa promesa.
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Fácil sería decir, para quienes guardan nostalgias autoritarias, que éste es el legado de la democracia. En rigor, este cuadro de la cuestión social, herencia de muchas cosas, es el desafío mayor de la república democrática. No entenderlo así nos podría llevar a un inmovilismo agravado por la tentación del paternalismo estatal. El inmovilismo es producto de la incapacidad de la política para definir el largo plazo (lo que la Argentina supo hacer en ciertas circunstancias); el paternalismo deriva del concepto erróneo que apuesta exclusivamente a favor de una asistencia social desvinculada de la creación de fuentes genuinas de trabajo. Estos intercambios sociales pueden ser útiles para tener bien atadas las redes del clientelismo político, pero poco ayudan para que la Argentina pueda recrear una civilización del trabajo sustentada, como quería Sarmiento, en la educación masiva.
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Crecer y ser iguales
Por eso, la batalla por el crecimiento económico es tan necesaria como el combate contra las desigualdades. Así nos fue por haber pretendido separar estas dos estrategias. Crecimiento supone inversión y estado de derecho para dar seguridad jurídica a todos por igual. La argentina no puede darse el lujo de superponer, sobre la feroz disolución de los contratos que se precipitó hará pronto dos años, un régimen huraño frente al inversor nacional y extranjero. Si el Estado debe ser autónomo frente a los intereses corporativos, el gobierno no debe ser dependiente de una visión estrecha que, al cabo, impida el desarrollo de nuevos emprendimientos.
Rechazo y confianza
El esfuerzo por doblegar las desigualdades (o, por lo menos, para contener su propagación) no puede desde luego hacer caso omiso de la acción asistencial, pero al reconocer los gobernantes esa exigencia, se sitúan en una encrucijada donde habrán de probarse dos cosas: si el Estado -nacional, provincial y municipal- es capaz de desembarazarse de los intereses partidistas y cobrar autonomía frente a la ciudadanía; si el poder legislativo es también capaz de delinear una ciudadanía fiscal donde la carga del impuesto sea equitativa y proporcional. Este es el rumbo recto y no hay mayor inventiva en su formulación: ampliar la base de quienes pagan impuestos; instituir la confianza derivada del equilibrio fiscal; reformular las líneas maestras del federalismo fiscal; convertir, en fin, lo recaudado en bienes públicos tangibles y no en dádivas invisibles y en aumento irresponsable del gasto.
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Como podrá advertirse, las reflexiones en torno al estado de la población nos conducen, inevitablemente, a interrogarnos acerca del estado de la cosa pública. En este sentido, la población es, con sus voces y silencios, el testigo más hiriente del fracaso de la acción política o el que mejor acompaña una buena gestión. En una democracia que quiere unir su destino con la idea republicana del bien público, esta combinación de actitudes de rechazo y confianza es todavía más visible. Conviene no demorar mucho entonces en elegir y decidir porque, como dijo Jean Monnet, "Nuestra única opción está entre los cambios a los que nos veremos arrastrados y los que habremos sabido llevar a buen término por nuestra propia voluntad".
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Posted by Alberdi & Urquiza to Capítulo II: Bienestar y distribución del Ingreso at 10/16/2003 12:52:00 PM
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